«Sentí que me sacaron un puñal del corazón»: Jenny Castañeda

27 noviembre, 2017
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—Es que la mamá que mataron era la mía, no la suya—repitió ella en la audiencia que tenía lugar en el tribunal de Justicia y Paz de Bogotá.

—Le pido perdón—contestó él con la mirada hacia el suelo

—Míreme a la cara— le exigió— cuando uno le habla a alguien lo mira a la cara, así como miraba cuando mandaba a matar a las víctimas.

—Yo le pido perdón— Insistió— haber matado a su mamá es el error más grande que cometió la Organización, su mamá era una líder social de las buenas.

—Hagamos una cosa— replicó ella— pídale perdón a Dios. Y cuando Dios le hable vuelve y me busca— y con toda la ironía y la rabia que podía alojarse en la sonrisa que dibujó su boca en ese momento, sentenció — ¿Sabe qué? Dios no perdona a asesinos como usted. Usted a mí nunca me va a buscar—.

Pero Jenny, quien con insultos había intentado exorcizar el dolor de más de una década por el homicidio de su madre, descubriría un año más tarde que estaba equivocada. Ramón Isaza, alias El Viejo, ex comandante del Bloque de las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio y responsable del asesinato de Damary Mejía Ramírez, le pidió perdón a Dios y Dios —dice él— le habló.

Como se lo había pedido Jenny, la buscó. Se encontraron días más tarde en la cárcel de máxima seguridad de El Pesebre pero ninguno de los dos estaba preparado para lo que ocurriría en aquel lugar.

Su madre, una líder social de las buenas

A Damary Mejía Ramírez, la muerte la encontró a sus 37 años. Sucedió ante los ojos de cincuenta familias que habían visto las batallas libradas por ella durante mucho tiempo para proteger los derechos de los habitantes más vulnerables de Doradal, corregimiento de Antioquia. Su prioridad era darle vivienda a las personas cabezas de familia. “Ella era una líder comunal de las buenas”, dice Jenny.

Gracias a su madre se habían construido dos barrios enteros, pero durante la creación del tercero fue asesinada en medio de la gente. El hecho ocurrió en la media noche del 17 de septiembre de 2001. Damary se encontraba en el dormitorio improvisado en el lugar donde se llevaba a cabo la construcción de las casas.

“Mi hermano me contó que llegaron tres hombres encapuchados, la buscaron entre cambuch[i]e y cambuche hasta que la encontraron y la mataron”, cuenta Jenny. Andrés de 16 años y segundo hijo de Damary recogió el cadáver baleado de su madre.

Horas antes de su muerte, Andrés fue testigo de la amenaza que recibió la mujer . “Tiene hasta el anochecer para que desocupen, si no lo hacen, usted sale muerta”, fueron las palabras de los hombres que había enviado Ramón Isaza. “De aquí me sacan muerta”, les respondió ella con la voluntad inquebrantable que siempre la acompañó.  A las 11:30 de la noche, Andrés dejó instalada a su mamá con ruana y linterna, pero cuando retornaba hacia el pueblo, el sonido de seis balas lo hizo devolverse de inmediato.

Su madre estaba muerta.  Su cuerpo, cubierto de sangre, yacía en un caño cercano. “La orden que dieron es que hay que dejarla ahí, para que se la coman las arrieras (hormigas)”, le advirtieron algunos testigos que acababan de ver la muerte a unos metros de distancia.

Ignorando cualquier advertencia, Andrés fue a la estación de Policía para hacer el levantamiento del cadáver. “Debemos esperar hasta mañana” fue la respuesta de los agentes.

Pero se trataba de su madre, así que con la ayuda de la comunidad, sacaron el cadáver de allí y lo llevaron a la casa de ella. Una vez resguardada la bañaron, la vistieron con medias veladas, falda, camisa blanca y la acomodaron en un planchón enmarcado con cuatro botellas de gaseosa y cuatro velas.

La sala de velación improvisada, se llenó pronto de vecinos y cercanos que conocían muy bien todo lo bueno que Damary había hecho, con ella se habían muerto los sueños de muchos y la líder de todos. “Cuando llegamos allá la gente no nos dejaba entrar.  Para mí eso fue muy duro, encontrar un cuerpo con tanto dolor alrededor”, expresa Jenny.

Ella, la que perdonó

Jenny, con 20 años y un hijo recién nacido, Lucas, no solo debió hacerse cargo de Andrés y Natalia, sus hermanos menores, sino también de su abuelo, a quien la noticia le ocasionó en menos de un año dos trombosis y un infarto. Por su grave estado de salud los negocios del abuelo pasaron a las inexpertas manos de Jenny.

Seguro de saber quiénes eran los asesinos de Damary, Andrés le dio los nombres a Jenny y ella  decidió denunciar. Como era de esperarse, las amenazas a su integridad llegaron a los oídos de vecinos, familiares y gente cercana. “Jenny, ya perdimos una, no queremos perder otra”, le repetía su hermana Natalia.

Pero Jenny, movida por la tristeza, la rabia y la impotencia de saber muerta a su madre, una persona inocente y ejemplo de liderazgo y entrega absoluta por los derechos de la gente, no pensaba quedarse callada así que optó por irse con Lucas para Marinilla a vivir por algún tiempo donde unos amigos y proteger su vida.

El 7 de febrero de 2006 Ramón Isaza, acompañado de otros 990 hombres, se desmovilizó y entregó sus armas como parte del acuerdo de Santa Fe de Ralito, firmado el 15 de julio de 2003. Un año después de su desmovilización, el periódico El Colombiano, publicó un listado con unos 600 nombres de personas que habían sido víctimas directas del bloque que comandaba alias El Viejo.

De esos 600 nombres hubo uno que quedará grabado para siempre en la mente de Jenny, en la cacilla 517 se leía: Damary Mejía Ramírez. “Para nosotros fue muy duro ver ese nombre ahí, pero también fue mucha felicidad porque era lo que queríamos”, expresa Jenny.

Si bien esto confirmaba lo que ella ya sabía respecto a la autoría del asesinato de su madre, ese nombre en aquel periódico la llenaba de fuerza para conseguir aquello por lo que tanto había luchado desde el momento mismo de su muerte: recuperar el “buen nombre” de su madre, demostrar que era una buena persona y que su asesinato había sido un error.

El nombre de su mamá en esa casilla también tenía implicaciones jurídicas, pues significaba que la organización paramilitar la reconocía como una de sus víctimas y este era el primer paso para que Jenny lograra su objetivo.

Fue a partir de entonces que a Jenny la cobijó la Ley 975 de 2005 o Ley de Justicia y Paz, según la cual se le garantiza a las víctimas del conflicto armado colombiano el derecho a la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición.

Sin embargo ella sabía que este proceso era largo y que apenas comenzaba. Sabía, también, que en algún momento tendría la oportunidad de tener a unos metros de distancia a Ramón Isaza y decirle lo que tantas veces había pensado.

“La gente del pueblo no iba a esos procesos de Justicia y Paz, les llegaba la citación para ir a Bogotá pero nadie iba por miedo, por temor, la gente se imaginaba que nos iban a bajar allí en La Dorada”, cuenta y añade que ella, a pesar del miedo que sentía, acudió a los tribunales a enfrentar al responsable de la muerte de su mamá.

Asistía aun sabiendo que algunos pobladores que al igual que ella habían padecido la violencia en carne propia, no estuvieran muy seguros del camino que estaba tomando.  “Había mucho señalamiento, uno escuchaba a la gente hablar y decían: no podemos contar esa verdad”, recuerda.

Como si se tratara de su armadura de batalla, Jenny siempre llegaba a los encuentros con alias El Viejo, portando un pendón y una camiseta estampada con el rostro de su madre junto a la leyenda “Vivirás por siempre Damary Mejía”.

A Jenny cada ida a Bogotá, lejos de sanarla, le removía los sentimientos más oscuros que pueda guardar una persona. No pensaba en la angustia que generaba su determinación a sus hermanos, a su esposo y a sus abuelos para quienes cada ida de Jenny era una angustia. “Uno no piensa en el daño que le puede hacer a los que uno quiere, pero en ese momento en mi corazón solo había rabia, odio y veneno”, revive esos días que hoy parecen tan lejanos.

La muerte de su abuelo fue otro gran golpe que la vida le dio a Jenny. Esta noticia solo le dio un nuevo aire para seguir luchando por lo que ella consideraba era lo más importante: sacar a la luz su verdad.

“Volví a empezar a denunciar, a ir a los tribunales, a reclamar justicia, porque  nosotros como víctimas del conflicto tenemos derecho a la verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. Y para mí la reparación, más que económica, era la del buen nombre. Porque mi mamá la habían matado por un chisme”, señala.

A la vida de Jenny, llegó una persona que la ayudaría durante mucho tiempo a sanar tantas heridas de una guerra que nunca eligió. Se trataba del Padre José Hernán, un sacerdote que había conocido a su madre tiempo atrás y con quien había establecido una cercana relación en sus tiempos de seminarista.

Fue en una de sus visitas al pueblo que el padre Hernán se enteró de la noticia de la muerte de Damary y que se puso entonces en contacto con su hija Jenny. Existía una historia tácita que los ataba a ambos y quizás fue por eso que en él encontró la fuerza y la fe que tanto necesitaba.

La muerte, el error más grande

Desde la desmovilización de Ramón Isaza en el año 2006 Jenny se había encontrado cara a cara en múltiples ocasiones con alias El Viejo. El pendón con el rostro de su madre. Ella insultándolo a él. Él pidiendo perdón. La escena era la misma cada vez. Sin embargo,  el encuentro que ocurrió a finales del año 2012 cambiaría por siempre sus vidas.

En esa nueva confrontación “pude ir al tribunal y escuchar que Ramón dijera que el asesinato de mi madre había sido el error más grande de la organización, que había sido por un chisme y que ella era una líder comunal de las buenas”, cuenta.

Aquellas palabras que retumbaban en los oídos de Jenny no suavizaron, ni por un segundo, el rencor que había alojado durante tantos años, por el contrario, lo que estaba escuchando parecía que hubiera sido el detonante de todos los sentimientos oscuros.

“Ahí fue cuando le dije: es que la mamá que mataron fue la mía, no la suya. Le dije que me mirara a la cara, que cuando uno le hablaba a alguien lo miraba a la cara. Así como cuando mandaba a matar las víctimas”. La respuesta de Ramón Isaza, ante cada insulto de Jenny era la misma, “yo le pido perdón”, decía.  “Hagamos una cosa —le dijo Jenny— pídale perdón a Dios y cuando Dios le hable vuelve y me busca”.

Un año después la buscó, pero fue justamente durante ese lapso que la vida de Jenny dio un nuevo giro que los tomaría a todos por sorpresa.

Solo había pasado unos meses desde este último encuentro con el ex paramilitar, cuando Jenny visitó la ciudad de Medellín para disfrutar de los alumbrados navideños. Un dolor agudo en su oído empañó su estancia en la ciudad.

“Yo había tenido un sueño por esos días con mi mamá en el que me decía que yo estaba muy enferma y la noche del 31 de diciembre volví a soñar con ella diciéndome que fuera donde el médico, que si era que yo me iba a dejar morir”, recuerda Jenny.

Impulsada por los sueños reiterativos de las noches anteriores, Jenny consultó a un médico quien le ordenó una radiografía en la tiroides. Su diagnóstico: cáncer en la tiroides con afectación de los ganglios linfáticos.

Cuando se enteró de la noticia buscó al Padre Hernán, quería entender todo lo que le estaba pasando. “Me dijo que de pronto el cáncer no lo tenía alojado en mi tiroides sino en mi corazón, que eso era lo que me estaba matando”.

Lo cuestionó, no podía creer la situación que estaba enfrentando, pero las palabras del padre, aunque buscaban tranquilizarlas no tenían efecto.  “El sacerdote  me decía que iba a doblar rodilla por mí. Me dijo que Dios le da a sus mejores guerreros las mejores batallas y que yo era una guerrera de Dios. Yo me burlaba de eso”, dice.

Las respuestas que no encontró en el Padre Hernán, decidió buscarlas en el cementerio y preguntarle a su madre. “Allá lloré mucho porque mi mamá me juró que a mí nunca me iba a pasar nada, que yo siempre iba a estar bien, yo le reclamaba por qué había dejado que me diera un cáncer”, recuerda.

Corría el viernes de la Semana Santa del año 2013 cuando Jenny fue sometida a una cirugía de vaciamiento total de la tiroides como tratamiento al cáncer que padecía. Su recuperación fue bastante exitosa y ahora, un poco más reconciliada con la vida siguió yendo a las misas de sanación que le recomendaba el Padre Hernán.

A los milagros que comenzaron a suceder a partir de entonces en la vida de Jenny el padre Hernán los llamó “Diosidencias” y una de ella ocurrió aquella mañana en el Hospital San Vicente cuando, con orden médica en mano, intentaba programar una cita para que le realizaran la yodoterapia, como parte de su tratamiento oncológico.

“Niña, le va a tocar ir a Saludcoop a que le cambien la orden porque en ahora no hay agenda para atenderla”, le dijo la persona que la atendía.  En ese momento, cuenta Jenny,  entró una llamada para cancelar precisamente una cita  de yodoterapia.

—Niña, acabaron de cancelar una cita, ¿le sirve para la fecha que la cancelaron?—preguntó la encargada

—Sí, no importa, para la fecha que sea— respondió.

—Le queda para el 17 de septiembre a las 11:45 de la mañana— dijo la recepcionista.

“Yo me agarré en llanto”, dice Jenny.  La cita la tendría justamente el día en que su mamá  cumpliría 12 años de muerta.

El 17 de septiembre llegó y a Jenny le realizaron la terapia con yodo. Debido a los riesgos que supone esta radiación, el tratamiento se le debe realizar al paciente en un cuarto completamente  aislado en el que debe permanecer durante algunos días una vez finalizada la intervención.

“Por primera vez en mi vida me sentí en una cárcel. Era un cuarto encerrado sin luz, solo tenía una cama, un televisor y un baño. No sabía si era de día o de noche. Había una puerta grande donde me dejaban los medicamentos por debajo. Ese día lloré mucho, lloré tanto que me quedé dormida y tuve un sueño. Era un sueño muy real. Vi a mi mamá sentada en mi cama sobándome el cabello y diciéndome que no llorara, que todo iba a estar bien, que no se me olvidara la promesa que ella me había hecho que yo siempre iba a estar bien. En ese sueño ella me dijo que yo iba a salir de la clínica muy rápido, que todo me iba a salir muy bien pero que cuando llegara al pueblo Ramón Isaza me iba a buscar, me iba a pedir perdón y que yo lo iba a perdonar. Me dijo que el rezaba un rosario para que yo me aliviara y otro para que ella lo perdonara. Me pidió que cuando lo tuviera al frente le dijera que no llorara más por ella, que ella donde estaba, estaba bien y que ya lo había perdonado. El sueño terminó cuando ella se paró y se fue por la puerta”, evoca Jenny.

Luego de unos cuantos días de recuperación Jenny fue dada de alta y volvió a su casa donde la esperaba su esposo, su hijo Lucas y el resto de la familia.

El lunes a las 8:00 am, dos días luego de su regreso, tocaron la puerta de su casa. “Era un mensajero de ellos. Me dijo que Ramón Isaza estaba en la cárcel de máxima seguridad El Pesebre y que me mandaba a decir que Dios ya le había hablado”, expresa Jenny.

Testigo de lo que acaba de suceder, su esposo sacó un billete de $50.000 de su billetera y mientras lo ponía sobre la mesa le dijo: “ya es hora de que enfrente su pasado. Vaya a ver que se va a encontrar allá”

Ramón Isaza. El Viejo. Él. Jenny. La que perdonó. Ella

El plan inicial, contemplaba la visita de los tres hijos de Damary Mejía a la cárcel El Pesebre, sin embargo Natalia y Andrés, quizás por temor, por rabia o por una mezcla de ambas, se arrepintieron a última hora. Jenny se fue entonces con doña Estela, su abuela.

Cada curva del camino se desvanecía en los ojos de Jenny sin darse cuenta. Su mente estaba lejos del paisaje que pasaba rápido por la ventana. ¿Para qué la había buscado? ¿Qué le había dicho Dios?  ¿Cómo la iba a recibir?

Aunque para cada pregunta existían muchas respuestas, de una cosa sí estaba segura Jenny, y es que iba a ser un encuentro amargo. No podía ser de otra forma cuando la rabia, el odio y la tristeza que había cargado durante 12 años se hacían tan insoportables en ese momento.

“¿Nosotras qué vamos a hacer cuándo nos encontremos a ese viejo de frente?”, le preguntaba su abuela. El corazón de Jenny aceleraba su ritmo cada vez que Ramón Isaza llamaba al chofer que los llevaría a su destino, quería saber si se habían montado al carro, quería saber dónde iban, quería saber cuándo llegarían. “Fue un viaje muy tensionante para todos”, recuerda.

En cuanto Jenny y su abuela ingresaron a su celda, Ramón dio la orden al guarda de turno de no pasarle más visitas ese día. No quería una sola interrupción de ningún tipo mientras estaba con ellas.

Ramón habló. Comenzó a contarle a la abuela de Jenny todo lo que había pasado en las audiencias y todo lo que ella le había dicho en esos encuentros. Dijo:

—Doña Estela…si usted supiera todo lo que ha hecho esta culicagada[ii]… en otra época se muere—expresó en tono de chiste.

—Es que a mí se me olvidaba que usted era el Dios de la tierra, que usted era el que decidía quién vivía y quién no—replicó la abuela.

—No, no lo tome a mal— respondió él— Yo no las llamé aquí para ofenderlas. Mi intención solo es que usted sepa cómo fue ella de valiente para decirme tantas cosas. Yo las hice venir simplemente para decirles que cuando ella se enfrentó a mí varias veces me dijo que le pidiera perdón a Dios y Dios a mí me habló, y desde ese día yo no he dejado de rezar el Rosario a las cuatro de la mañana. Todos los días rezo un Rosario para que ella se alivie y otro para que la mamá me perdone — Esta última frase quedó retumbando en las paredes de la celda y en los oídos de Jenny. El sueño que había tenido días atrás, estaba sucediendo en aquel momento.

En ese instante tocaron la puerta de la celda y desde afuera una voz preguntó:

—¿Usted va a comulgar?

—Sí, ya salgo— respondió Ramón.

Ramón Isaza salió de la celda  a recibir la comunión del sacerdote que lo aguardaba y con un entusiasmo y en un tono burlón le dijo:

—¡Ay! ¡Gracias a Dios llegó un Sacerdote a ver si nos cuadra este matrimonio!—

El Sacerdote, no entendía muy bien las palabras de Ramón hasta que entró a la celda y vio de qué se trataba. Para sorpresa de Jenny era el padre Hernán José el que se encontraba allí. El mismo que le había repetido tantas veces que tenía que cambiar su corazón de piedra por uno de “sentir”.

—¿Y usted qué hace acá? Preguntó sorprendido el Padre

—¿Usted qué hace acá? Respondió con la misma sorpresa Jenny

—Yo soy el capellán de la cárcel— dijo sonriendo

Jenny rompió en llanto de repente. El Padre Hernán, se acercó a ella y le preguntó:

—¿Usted ya hizo lo que su mamá le dijo?

—No— respondió ella entre lágrimas

El Sacerdote le agarró sus hombros con firmeza  y al oído le dijo:

—Usted tiene que hacer lo que su mamá le mandó a decir. No es lo que usted quiera, es lo que su mamá quiera.

—No voy a ser capaz— reponía ella entre sollozos.

—Hágalo por esa mamá— insistió él.

“En ese momento sentí como si me hubieran dado un garrotazo en mis pies, como un golpe, y entonces empecé a decirle: Señor Ramón Isaza, mi mamá le manda a decir que no llore más por ella, que ella donde está, está bien y que ella ya lo perdonó”, le dijo Jenny.

“Yo sentí como si me hubieran sacado un puñal de mi corazón, sentí una fuerza extraña, me sentí pesada. Abracé a Ramón y fue entonces cuando sentí como si me sacaran algo lentamente de mi alma. ¡Es una energía tan extraña! Mi abuela se puso a llorar, también lo abrazó y le dijo: esas son cosas de Dios. Ramón se puso muy mal y dijo: ella está aquí”, recuerda.

El Padre Hernán comenzó a hacer una oración de liberación para dar cierre a ese momento y una vez finalizó, los cuatro se fueron para la capilla de la cárcel.

Aquella misa fue bastante emotiva, “los tres lloramos y al finalizar la misa le dije a Ramón Isaza que yo lo perdonaba de corazón. De repente era como si yo nunca hubiera odiado. Compartimos la mesa, nos sentamos a comer y nos dio en la cárcel todo el día”, cuenta Jenny y añade que “ahí fue donde nació todo este proceso de perdonar. No ha sido fácil llevar este matrimonio, como dice Ramón Isaza. Esto fue algo que unió Dios, porque la gente no está preparada para el perdón”.

Y después de perdonar ¿Qué?

Si alguna gran lección ha aprendido Jenny durante estos cuatro años que han pasado después de aquel encuentro revelador, es que el perdón no es un asunto instantáneo sino que como todas las cosas sublimes, llevan su tiempo y se construyen con paciencia.

Perdonar al responsable del asesinato de su madre le mostró a Jenny que eso del perdón trae consigo un reto aun mayor que solo las almas realmente nobles pueden asumir.

Durante esa tarde en El Pesebre, Jenny confrontó doce años de odio, pero también a partir de ese día ha debido enfrentar fuertes críticas a su gesto de nobleza. “Aquí en el pueblo me han señalado mucho por haber perdonado a Ramón Isaza porque en este pueblo él era amo y señor de la región, aquí todos se le arrodillaban y yo hice la diferencia en todo”, explica.

“No es fácil hablar de perdón —dice— la gente se hace muchos imaginarios, dicen que me han comprado, que me han dado mucha plata. Mi familia cree que ellos me han dado toda la plata del mundo porque yo los perdoné. Pero la paz que yo tengo ahora no se compra con nada”, aclara y agrega que “cuando uno no perdona el único prisionero es uno. Yo odié durante doce años con todas las fuerzas de mi alma, de mi ser y de mi corazón. He vivido muchas cosas que al recordarlas me duelen pero ya no me enveneno tanto como antes”.

Jenny sabe que no es la única víctima del conflicto armado que ha perdonado a su victimario, es consciente de que como ella, existen otras personas que también han logrado sanar parte de sus heridas por medio del perdón, sin embargo, en medio de la coyuntura de la reciente firma del acuerdo de paz entre la guerrilla de las FARC y el Gobierno colombiano, hace un llamado a que sean estas historias, historias de reconciliación y perdón las que lleguen a los oídos de todos.

“Somos muchas las víctimas que hemos perdonado, pero a esas personas no nos están colocando la lupa. Y aunque estamos pasando por la firma de un acuerdo de paz, no estamos mirando la paz que sentimos en nuestros corazones y esa solo se negocia con Dios. Hay que seguir orando por muchas personas, hay que jugársela y ponerlo todo en manos de Dios. Yo he aprobado el proceso, aunque haya cosas que no nos gustan. También sé que este no es el fin de la guerra sino el principio de un proceso de paz donde tenemos que empezar a construir cada uno”, reflexiona.

Luego de su encuentro con El Viejo, Jenny tuvo un segundo encuentro con él en la cárcel de máxima seguridad de La Picota de Bogotá, a donde fue trasladado el ex paramilitar.

Ramón Isaza quería que ella conociera a los demás desmovilizados que en tiempo de guerra obedecían sus órdenes. “A todos los cogí de beso y abrazo”, cuenta. Sin embargo, la frase que escuchó al terminar la ronda de saludos, hizo que un frío recorriera todo su cuerpo. “Acabas de saludar de beso al asesino de tu mamá”, le susurraron.

Se trataba de Edgar de Jesús Cataño, alias El Enfermero, quien en otra visita le confesaría a doña Estela tras pedirle perdón de rodillas que él a Damary no la cogió dormida, que cuando él la encontró en el cambuche ella le dijo: “¿Usted viene por mí? Hágale” y que esa cara y esa mirada de ella, no la ha podido olvidar.

“Él siempre ha dicho que se arrepiente de haber matado a mí mamá. Es un hombre muy solitario, muy callado —dice Jenny—él no sabía cómo acercarse a mí. Muchas veces me pidió perdón”.

Con el paso del tiempo y después de muchas visitas con Ramón Isaza, Jenny consiguió las respuestas que durante tanto tiempo había buscado.

Se enteró, por ejemplo, que el “chisme” por el que habían asesinado a su madre se trataba de una información a medias que había llegado a los oídos de El Viejo, en ese tiempo comandante de las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio.

De acuerdo con Jenny, a Ramón Isaza le informaron que había una mujer invadiendo algunos terrenos de la Hacienda Nápoles, tierra durante muchos años del ex narcotraficante Pablo Escobar Gaviria. “Vayan sáquenla de allá”, fue la única orden de Isaza.

Lo que Ramón no sabía era que la mujer que se encontraba allí, durmiendo con otras 50 familias para construir otro barrio destinado a las personas más pobres, era Damary Mejía Ramírez. “Si hubiera sabido que era ella la que estaba metida, no la hubiera sacado”, fue la respuesta que le dio Isaza a Jenny.

“No verificó quién era —Dice Jenny—, a él lo cogieron tomando en una fiesta de amor y amistad cuando le llegaron con esa información y él simplemente dio la orden”, señala.

Conocer verdades como esas, son las que han hecho el proceso de Jenny más exitoso. Tener acceso a la verdad es, en su concepto, un factor fundamental en el ejercicio del perdón, la reconciliación y por su puesto en la construcción de paz.

“La paz no es la que se firma en un papel. La paz es individual. La paz no es colectiva y cuando una víctima del conflicto armado sabe la verdad de lo que pasó, algún día puede perdonar, porque cuando conoce realmente qué pasó, yo sé que Dios le da la paz que necesita”, dice.

Hoy, Jenny libra otra batalla. Ahora su pelea es contra el cáncer que padece. Aunque es consciente de que convivir con esta enfermedad también requiere de una gran tenacidad, eso no le ha arrebatado sus sueños y todos los proyectos que tiene por delante.

“Con mi hijo tenemos planes de estudiar juntos. Él contaduría o Ingeniería civil y yo Derecho”, dice entusiasmada. Mientras eso sucede, Jenny sigue recogiendo todos los frutos que su madre sembró hace ya 16 años.

“Ella colocó muchos ladrillos y construyó muchas casas. Es ella la que está  en la memoria de esas personas. Yo ahora trabajo con adultos mayores y hago visitas domiciliarias, lo más duro es ir a Doradal, allá siempre me dicen: “Usted es igualita a su mamá” y uno llora de saber todo lo que hizo, tantos sueños que cumplió”, relata.

Seguir los mismos pasos de su madre y consolidarse como una líder comunitaria de las buenas ha sido, sin duda, uno de los grandes retos que ha asumido Jenny con la altura que la caracteriza.

Y es que su alma, tantas veces pisoteada, se ha logrado sobreponer a cada golpe y ha sabido mostrarse en momentos tan surreales como cuando fue ella la que le pidió perdón a sus victimarios.

“El Padre Hernán me puso a pedirles perdón y a llevarles algo. Yo soy muy devota de la virgen de Guadalupe y entonces compré 18 cobijas de la Virgen y las llevé a la cárcel. Allá hicimos un pacto en la iglesia donde yo les pedí perdón por haberles guardado tanto rencor y ellos también me pidieron perdón uno a uno. Me dijeron que no me  iban a volver a hacer daño. Yo les dije todo lo que sentía y pensaba. Oliverio Isaza más conocido como Terror, hijo de Ramón Isaza dijo que yo era la mujer sin miedo”, cuenta con una sonrisa que delata la satisfacción de quien ha ido al mismísimo infierno y ha vuelto con heridas innombrables pero con el alma libre.

[i] Dormitorio hecho con mantas, cobijas o elementos improvisados.

[ii] Expresión coloquial que hace referencia a una persona joven.

 

Sara Giraldo, Comunicadora Social y Periodista.