“No quiero que ningún otro niño pierda su inocencia en la guerra”, Diana.

17 febrero, 2017
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El peso de las armas, los bombardeos a la madrugada, largas caminatas sin descanso, los amores inconclusos por la muerte, el sueño frustrado de ser enfermera y la huida sin retorno. Esas son solo algunos de los recuerdos y sensaciones que tiene Diana* sobre la guerra, pues según registro oficiales ella al igual que otros 11.556 niños y niñas fue reclutada por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc).

Su primer contacto con la esquizofrenia y la barbarie del conflicto fue a los 13 años, al sur del Tolima, cuando conoció  a un niño vestido de camuflado, que “cargaba un arma más grande que él”. Esa imagen no la inquietó, pues ella ya había vivido la violencia de las calles, conocía las armas, y en su hogar sentía acoso y maltrato. El miedo no era un sentimiento nuevo, pues la exclusión había sido una constante en su vida.

“Mi papá nunca respondió por mí. Por eso a mi mamá, que se volvió a casar,  le tocó trabajar mucho, rebuscarse la comida para que mis hermanos y yo estuviéramos bien. Ahora que he salido de tantas cosas solo quiero que ellos tengan un futuro y no pasen por lo mismo que yo”, dice la joven  que en el 2016 cumplió 19 años.

Diana y sus dos hermanos crecieron  en Cazucá (Soacha),  barrio de invasión donde moran casi 17.751 desplazados del conflicto armado colombiano. De aquel lugar recuerda ver a su madre alejándose entre las casas de madera, saltando entre los charcos y los barriales de las calles, para ir a pedir dinero y comida a la plaza de Corabastos, en el centro-oriente de Bogotá.

Ante estas condiciones, en busca de trabajo y mejores condiciones de vida, su familia decidió emigrar al departamento del Tolima, en el sur del país. Allí, además de la pobreza y la falta de oportunidades se sumó la violencia ejercida por su padrastro, que trató en varias ocasiones de abusar sexualmente de ella.

Por eso, cuando integrantes de las Farc llegaron al pueblo en busca de niños para reclutar y le aseguraron que en sus filas iba a ser respetada, que podría estudiar enfermería, tener un salario mensual y recibir la visita de su mamá, Diana les creyó y días después decidió dejar el colegio, a su familia e ir a pelear una guerra que no alcanzaba a comprender.

“El día en que me escapé salimos del pueblo y comenzamos a caminar. Había una luna grande, el bosque era hondo, hondo. Yo me caía, los bichos saltaban y gritaban. Fueron tres horas de camino y fue muy difícil, pero ya después uno se acostumbra a eso”, narra la joven.

Un mes después, a la madrugada, el ejército bombardeo el campamento. Ella logró escapar de los aviones fantasmas y del fuego cruzado junto con Edwin y Brayan, dos nuevos amigos. Los tres corrieron por la selva, deambularon horas en la oscuridad, sin comida, temerosos de los animales. A la madrugada se sobrevino una tormenta eléctrica, los rayos caían tan cerca de sus cuerpos que creyeron morir.

Esa fue la primera encrucijada por la que tuvo que pasar Diana en las Farc, pero de ahí vinieron tantas otras, tantas muertes, que ahora piensa que el estar viva es solo producto de un milagro. En los dos años que estuvo que estuvo en la guerra vio como muchos de sus amigos y camaradas morían en combate o a manos de los dirigentes de esta organización, que castigaban los errores con fusilamiento.

En la guerra también conoció el amor, pero esta también se lo llevo. Él tenía 32 años, 19 más que ella. Había entrado a la guerrilla siendo apenas un niño, por lo que su trayectoria era larga y sabía cómo defenderse en combate. También tenía muy arraigada la ideología comunista y los ideales de las Farc.

“Él comenzó a darme una mano, a despertarme, quería que fuera verraquita en el monte. Después nos cuadramos y comencé a andar con él. Pero no los volví a ver por un año porque de ahí me dijeron que si quería ser enfermera  tenía que irme para el Cauca, al frente sexto”, cuenta Diana.

En el viaje de casi 300 kilómetros, desde el departamento del Tolima hasta el departamento del Cauca, la joven se maravilló con las montañas y la variedad de flora y fauna que se oculta allí, entre los ríos y la exuberancia de la selva. El pesado cargamento y el cansancio de las largas caminatas no impidió que contemplara con asombro los complejos de páramos que fueron encontrando en el camino.

Después de un mes de largas jornadas y aguaceros eternos llegaron al Cauca y comenzaron los entrenamientos. Seguía lloviendo y cada vez había más combates: “En uno me sentí casi muerta. Ese día nos mandaron de muchos frentes, yo iba cerca a un compañero  y cuando nos atacaron comenzamos a correr y él me cubría y me decía que corriera rápido. A lo último yo ya no lo escuchaba, miré y estaba muerto”, cuenta la joven.

A pesar de las muertes y los traumas que dejaban los combates, la normalidad seguía. El miedo y el llanto por los amigos perdidos en combate se iban de a poco, mientras la fuerza y la energía para la guerra volvían, porque de eso dependía la vida. Al poco tiempo la enviaron a Toribío (Cauca) con el fin de completar su entrenamiento como enfermera, que según cuenta consistía en aplicar inyecciones, curar heridas y amputar extremidades.

“Un día los tres duros del Cauca se reunieron. Esa noche sentí por primera vez los aviones Kfir -avión de combate-. Mataron a los tres camaradas, solo se salvó el guardaespaldas de uno de ellos porque se salió arrastrado y se fue río abajo. A mí no  me pasó nada, pero casi me asfixio con el humo”, narra.

Con todos esos sucesos la enviaron de nuevo al Tolima, donde se reencontró con Baudilio, su novio, a quien llevaba nueve meses sin ver. Una semana después, el joven fue enviado a una operación militar, pero en el enfrentamiento murió de “un rafagazo en el estómago y en la cara”, cuenta Diana.  Niki, su perrito, con el que iba a cualquier lugar, se salvó.

Para Daniela ese episodio la marco, le complicó la vida, al punto que se debatía entre quedarse en una guerra que no era la suya, con el tiempo morir como la mayoría de sus amigos y conocidos o sacar el valor para escapar.  “Así ya era muy duro, porque él era un apoyo. Después me mandaron con varios camaradas, hasta que por fin me dejaron en un puesto fijo de radista”.

Después siguieron más ofensivas, ataques y embestidas del Ejército. Recuerda que en una noche murieron 22 personas de 42 que estaban en el campamento. Ella dormía con Niki y de repente sintió como la tierra zumbaba y se mecía de lado a lado, como un terremoto. Se levantó y comenzó a correr, pero en la marcha apresurada por salvar su vida cayó en cuenta había olvidado el computador y el radio, que estaban bajo su responsabilidad.

Cuando se devolvió por el equipo una bomba estalló muy cerca a ella y quedó atrapada en un derrumbe. El radio, que llevaba a la espalda, la protegió de la nuca hasta la cintura, por lo que -según ella- solo la alcanzó una esquirla en el brazo y otra en la cabeza. A pocos metros un niño, que era llamaba «Boliqueso», murió.

“Yo lo único que miraba eran chispas azules y rojas, pero después me fijé en el cielo, era luna llena, la luna siempre fue mi compañía. Cuando me toqué la cabeza creí que era agua, pero después de un rato vi que tenía mucha sangre”, cuenta.

Tras sobrevivir al bombardeo la columna guerrillera se separó y quedó a cargo de un comandante que desde el primer día comenzó a acosarla: la buscaba en la noche y pretendía que fueran pareja. Esta situación se sumó a todas las tragedias vividas, por lo que ya no soportaba el campamento, la guerra, la violencia ejercida por sus superiores o ver morir a uno más de sus compañeros. Decidió irse.

El huida de las filas de las Farc 

La noche en que escapó estaba tan asustada que caminó sin rumbo fijo, siguiendo -según su percepción- una línea recta, pero cuatro horas después se dio cuenta que se encontraba en el mismo lugar, muy cerca al campamento. Estaba desesperada, así que entró a  la primera casa que vio y le contó su situación a una mujer, que decidió ayudarla y encomendó a un sobrino suyo que la llevara en la moto hasta el pueblo más cercano.

“Antes de salir llamé a mi tía.  Yo no me quería entregar, pero ella me puso a hablar con un sargento y al otro día a las seis de la mañana me fueron a recoger al pueblo. Me llevaron en un helicóptero. Me vi con mi mamá, me despedí de ellos y me mandaron para Medellín”, cuenta la joven.

En Medellín fue internada en el Centro de Atención Especializada (CAE) de Ciudad Don Bosco, en donde comenzó el proceso de reinserción y acompañamiento de la mano de la comunidad católica Saleciana, que desde hace 13 años enfoca su proyecto pedagógico a la primera infancia, con atención psicológica y de asistencia social y familiar.

Como Diana, según cifras de la Unidad de Atención y Reparación de las Víctimas, desde 1985 hasta el 2014 se registraron 7.722 menores de edad, que han sido víctimas de reclutamiento forzado. De ellos el 78 por ciento aseguró haber enfrentado situaciones en las cuales sintieron que podrían perder la vida.

“Nos encontramos con niños que vieron morir, que sintieron la muerte muy cerca. Así que llegan con traumas, sin un proyecto de vida, sin ambiciones educativas. Pero después de un tiempo olvidan ese pasado y comienzan a pensar en lo que será de sus vidas. Por eso, ya no hablan de conflicto, ni de violencia, ni de las vicisitudes que tuvieron que vivir”, cuenta Olga Cecilia García, directora del CAE de ciudad Don Bosco.

Para Diana esta ha sido una oportunidad para reencontrase con ella misma, con sus sueños, con la niñez que se le fue ultrajado durante la guerra y reforzar los lazos familiares. Ahora pasas sus días estudiando, en diciembre del 2016 se graduó de bachiller, y sueña con ser enfermera, comprarle una casa a su madre y sus hermanos, para que no sufran más la pobreza e indiferencia que la obligó a vivir una tragedia en las filas de las Farc.

 “No quiero ningún niño repita mi historia. Sueño con un país justo, en donde todos resolvamos nuestros líos hablando, no matando o haciendo sufrir a otros”, agrega la joven.

*Nombre cambiado por seguridad.