La mujer que decidió perdonar para que no haya más camas vacías

16 agosto, 2017
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Pastora Mira cuenta la historia de su familia, de su pueblo natal y de la violencia  como una sola. La guerra siempre estuvo presente en su vida, en la crianza de sus hijos, en el trabajo, en las conversaciones de iglesia, en las celebraciones y cumpleaños, y por supuesto en los cientos de entierros a los que tuvo que asistir. Con 60 años, no hay etapa de su vida en la que no recuerde las amenazas, extorsiones, tomas guerrilleras o paramilitares y con ello la muerte violenta de conocidos y familiares.

En efecto, la historia reciente de San Carlos, su pueblo natal,  podría condensar la historia del horror y el sufrimiento que ha dejado el conflicto armado en el país. Según el Informe del Centro de Memoria Histórica, todos los actores armados armados, con todas las estrategias de guerra, han hecho presencia en este pueblo del oriente antioqueño, rodeado de montañas y ríos.

Las cifras hablan por sí solas: “76 víctimas por minas antipersonales –la más alta del país–, 33 masacres en un periodo de diez años, 30 de las 74 veredas del municipio fueron abandonadas en su totalidad y más de veinte de manera parcial, cerca de 5 mil atentados a la infraestructura, asesinatos selectivos de líderes cívicos, 156 desapariciones forzadas, violencia sexual contra las mujeres, tomas al pueblo, extorsión y cuatro periodos de grandes desplazamientos” señala el informe.

La historia de Pastora es solo un ejemplo de la pandemia de la guerra, de las atrocidades que ha dejado en las familias y en los pueblos, pero también de la resiliencia de las mujeres y del poder humano para reconstruir sobre los escombros. Ella no recuerda el número de muertos, pero rememora el primero de su larga lista de familiares: su padre, que fue asesinado en la guerra bipartidista entre liberales y conservadores.

“Fue un 4 de abril de 1960, a las 6:30 p.m., yo tenía cinco años. La familia se disponía a rezar el rosario. Entonces llegaron integrantes del partido conservador, mi madre se puso a llorar, un señor desenfundó el machete y lo mató delante de sus nueve hijos y su esposa”, narra Pastora.

Esa misma noche, tras insultos y amenazas, la familia tuvo que salir desplazada de la vereda Sardina, zona rural de San Carlos, donde vivían en una  pequeña finca dedicada a la ganadería y a la agricultura. Llegaron al casco urbano del municipio con pocas pertenencias, algo de ropa y pocos ahorros.  Allí la mujer tuvo que criar y mantener sola a nueve niños.

Para Pastora ese fue solo el inicio de lo que sería una larga cadena de hechos violentos, pero también de un proceso de perdón y sanación que la ha convertido en una líder social, creadora del  Centro de Acercamiento para la Reconciliación y la Reparación (CARE) en San Carlos.

“Cuando comencé a trabajar en la registraduría  escuché sobre el asesino de mi padre y fui a conocerlos, pero cuando llegué ya no era un ser humano, estaba enfermo y sus pies podridos. Sus hijos corrían descalzos, en condiciones infrahumanas. Así que tomé la decisión de ayudarlo, de curarlo”, recuerda la mujer.

El hombre murió a los pocos meses, pero según ella el hecho de ir a su casa todas las semanas a sacar los gusanos de su cuerpo y sanar sus heridas, le dio la oportunidad de conocerlo, de darse cuenta que aquel ser humano no era más que un campesino que fue cegado por la ideología y el rencor que otros más poderosos pusieron en su corazón. También comenzó a entender que la culpa pesa más que el dolor.

Diez años después de la muerte de su padre se casó, tuvo una hija. Pero la historia se repetía, su esposo fue asesinado también por razones políticas. La guerra la volvía a tocar, el sufrimiento renacía, pero ella se hacía cada vez más fuerte.

“Pasó el tiempo, salí del dolor y me volví a casar. Tuve otras 4 niñas pero no las bauticé por lo católico porque estaba esperando al niño con muchas ansias. Cuando este nació le puse Jorge Iván, él fue lo que siempre quise”, cuenta Pastora.

En los años 80 -cuenta la activista- por la llegada de empresas de energía, que construyeron represas en el oriente de Antioquia, comenzó una época de desorden social. Esto convocó a los jóvenes y a algunos grupos de izquierda por la defensa de los recursos de regalías, que pedían derecho a la educación y el mejoramiento de los servicios públicos.

Por esa época Pastora comienza a ejercer como inspectora de policía, trabajo que tuvo que dejar en 1991 por amenazas de la guerrilla y los paramilitares. “La gota que rebosó la copa fue el caso de un campesino que recogió platica con la venta de una cosecha, con eso compró una vaquita, pero esta resultó con una enfermedad. Cité al vendedor y llegó con una nota de un guerrillero donde me amenazaba”, cuenta.

Este y otros muchos sucesos  preocuparon a la familia. El esposo de Pastora sufrió un infarto y el concejo que le dio el médico que lo atendió a la mujer fue dejar la inspección y tratar de llevar una vida más tranquila. Por eso renunció y decidió abrir una piñatería y ofrecer servicios de animación de fiestas, negocio en el que se involucraron todos los integrantes de la familia.

Sin embargo, por más que buscara esa calma en su vida en 1998 llegaron los paramilitares a la región y cometieron 23 masacres, mataron a 206 personas y desaparecieron a 42. Según el Centro de Memoria Histórica, en la primera de las incursiones paramilitares participaron alrededor de 200 hombres, que entre las 3:30 de la tarde y las 6 de la mañana del día siguiente, retuvieron 1.000 personas y asesinaron y decapitaron a líderes sociales y políticos.

“Durante este lapso, los paramilitares también incursionaron en la cabecera municipal. Con lista en mano, recorrieron casa por casa al tiempo que dejaban en las calles del pueblo los cuerpos de otras personas asesinadas”, dice el informe de Centro de Memoria.

Ante esta situación  y los problemas del corazón de una de sus hijas, Pastora se desplazó a Medellín con su esposo, pero parte de su familia quedó al cuidado de su madre, que un año después murió como consecuencia de los nervios producidos cuando un grupo de paramilitares entró de forma violenta a la casa de doña Magola, la vecina de enfrente.

“La anciana vivía con sus dos hijos, unos muchachos buenas personas, de ningún bando o partido. Al ver eso mi mamá se enfermó y murió, es decir ni siquiera necesitaron las balas para matármela”, relata la mujer, que debido  esto, en el 2000  tuvo que volver al pueblo para hacerse cargo de la familia y cuidar a sus otras hijas.

Pero la historia no para acá. Un año después de volver a San Carlos su hija Sandra fue secuestrada por los paramilitares. La joven de 22 años estudiaba educación física en una universidad de Medellín, tenía una hija de 7 años y trabajaba en la Secretaría de Medio Ambiente de San Carlos. Su único error fue haber dejado a su pareja que se había vinculado a las autodefensas.

En el secuestro los hombres trataban de disuadirla de que comandara una de sus bases del oriente antioqueño, pues según ellos la joven tenía los contactos políticos necesarios, sabía  manejar motocicleta y lo único que necesitaba para combatir en la guerra eran tres días de entrenamiento de tiro al blanco.

A pesar del discurso ideológico y del miedo, Sandra Paola se negó rotundamente a perder su libertad. Desde el cautiverio siguió estudiando, los profesores le enviaban los textos y las tareas. Todos los los integrantes de la familia estaba en función de ella, le hacían llegar comida, ropa, juegos y la iban a visitar para entregarle libros y revistas.

Pero el 6 de febrero de 2002, un día cualquiera, decidieron desaparecerla. Una semana después el  hermano de Pastora, de 58 años, desapareció también.

“Tener desaparecidos es horrible. Uno se olvida de los vivos, se pone a vivir en función de los que no están. Me preguntaba si tendría hambre, frío, dolor, si los estaban maltratando, uno los ve en todas partes. Hacía cosas tan irresponsables y tan locas que yo hasta me iba a cualquier lugar donde tenía un indicio de que estuvieran”, dice.

En esa locura desenfrenada por encontrar a su hija y a su hermano tomó la decisión de trabajar con las víctimas del conflicto armado a través de muchos frentes: ayuda emocional y psicológica en el momento de la desaparición de sus seres queridos, en el proceso de investigación y en la exhumación de los cuerpos.

Las personas la llamaban y le decían que se había convertido en la única esperanza para encontrar a sus hijos. Eso le dio fortaleza para seguir buscando a su Sandra Paola y a su hermano.

Por eso en 2003 se lanzó al Concejo municipal, perdió; pero luego, por el desplazamiento forzado de la titular de la curul, ocupó su asiento. En ese cargo duró 12 años.

Le quitaron lo que más había deseado 

El 4 de mayo del  2005 un nuevo dolor llegaría a su vida. Jorge Aníbal, el niño que deseo por años, desapareció y su cadáver fue hallado dos semanas después: “Se lo llevaron, lo violentaron, lo violaron, lo sacaron a la carretera muerto y lo botaron. Muy duro, pero al menos más tranquilizante, porque teniendo dos desaparecidos no me creía capaz de un tercero”, dice.

Para Pastora la guerra cambia no solo la vida sino también la mente y conducta de las personas. Con la desaparición de su hermana, de  ser un niño tranquilo y amoroso Jorge pasó a convertirse en una persona violenta y rebelde. En ocasiones salía a medianoche y donde veía reunidos a integrantes de los paramilitares les tiraba piedras y les decía groserías, para incomodarlos o llamar su atención.  También asumió el rol de padre y de hermano de Paola Andrea, la hija de su hermana desaparecida.

El día del entierro de Jorge, Pastora le ofreció a la virgen su perdón para que en su familia no hubiera más muertes: “si a ti te pasó esto con Jesús yo agradezco haberlo tenido, educarlo y formarlo. Pido perdón por sus acciones y prometo no vengarme de esta muerte absurda para que se acabe esta guerra”.

Tres días después  se vio enfrentada con sus palabras. Al salir de misa se encontró con un grupo de personas que observaban a un joven tirado en el piso que estaba herido en una pierna, lloraba, gritaba y decía groserías. Ella pasó, lo vio y sin pensar lo recogió y le dijo que lo ayudaba si dejaba de decir esas palabras.

Lo llevó a su casa y le dijo a una amiga enfermera que la ayudara a curarlo. Le dio la ropa, desinfectó la herida, le ofreció comida y lo ayudó a recostar en la cama de la habitación de Jorge para que descansara mientras el calmante le hacía efecto.

Unos minutos después se levantó, miró a la pared y vio las fotos de Jorge  y preguntó: “¿Qué hacen estas fotos acá? Ese fue el man que matamos antier”. Pastora le respondió: “Esta es su alcoba, esta es su cama y yo soy su mamá”. El hombre entró en ‘shock’ y empezó a contar las torturas a las que lo habían sometido.

“Dijimos, acá hay que hacer algo”

El primero de agosto del 2005, tres meses después de la muerte de Jorge, se da el proceso de desmovilización con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), adelantado por el Gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Al municipio llegaron 45 excombatientes, lo que generó una situación difícil para los residentes de San Carlos, tanto para los familiares de los desmovilizados como para quienes fueron víctimas de sus crímenes y violaciones de derechos humanos.

En este contexto, el Concejo Municipal bajo el liderazgo de Pastora y el acompañamiento de organizaciones regionales de la sociedad civil, como Conciudadanía y de la Compañía de Jesús, propuso un cabildo abierto para entablar un diálogo cívico sobre los desmovilizados.

“Queríamos hablar de la desmovilización, que fue un  proceso que no nos consultaron, simplemente un día aparecieron los que habían acabado de matar a los nuestros. Estábamos por un lado las víctimas y por el otro los desmovilizados. Dijimos, acá hay que hacer algo”, señala.

De este cabildo salió la propuesta de crear el Centro de Acercamiento para la Reconciliación y la Reparación (CARE) cuyo mandato es el de promover la reconciliación y reparación entre los pobladores de San Carlos, que ha facilitado la organización de estas mujeres para la búsqueda de los desaparecidos y la obtención del apoyo institucional.

En el 2006 Pastora recabó los primeros datos. Fue en un viaje que hizo hasta Ibagué donde preguntó a un grupo de desmovilizados, responsables por la desaparición de Sandra, sobre su paradero. Ella regresó a San Carlos con indicios de la existencia de fosas entre las fincas La Holanda y La Llore, donde posiblemente estarían Sandra y Gloria, otra joven desaparecida en el municipio.

Después de semanas de búsqueda encontraron solo a Gloria. Rendirse no era una opción, su propósito era encontrarla. A la par de esta determinación continuó  su labor en el CARE. Propuso un escenario de diálogo entre víctimas y desmovilizados a través de las mesas de reconciliación, que tenía como finalidad abrir un espacio para que las víctimas pudieran interpelar a los victimarios y a la vez examinar cuál debería ser un escenario apropiado para la reconciliación.

Finalmente, el 18 de julio del 2008, en el sitio Las Gemelas, de la vereda La Holanda, la Fiscalía sacó los restos de Sandra Paola, con coordenadas que aportó alias ‘Parmenio’. En ese momento Pastora recobró parte de su tranquilidad y pudo comenzar el proceso de duelo por sus seres queridos.

En el transcurso del proceso de movilización y del acompañamiento a los exparamilitares la mujer  pudo observar las dinámicas de la guerra: “Nosotros decidimos enfrentar los miedos. Pero nos encontramos que una mamá de una niña de 15 años que había sido desaparecida tenía  un nieto en las AUC. Que la otra que estaba llorando la muerte de un familiar era la comadre de un desmovilizado ¿Qué es esto? El pueblo confrontado”, reflexiona.

Esos espacios de acercamientos les permitieron tener la posibilidad de colocar en un mismo escenario sus miedos, los miedos de las víctimas y los de los  pobladores de San Carlos, para comprenderse y construir un un nuevo municipio: “Es entender que esta ley del talión no nos lleva a ninguna parte. Que los hijos de los que nos hicieron el daño no tienen la culpa. Si sirve para que no haya más camas vacías en mi comedor o en el de los colombianos eso basta”, asegura.

Precisamente debido a esta comprensión de las realidades que acompaña la violencia armada, pero también de la decisión de organizarse para reconstruir su municipio,  San Carlos ganó en el 2011 el premio Nacional de Paz. Entre algunas de las razones de los jurados estuvo “la recuperación de las zonas rurales, sembradas de miles de minas antipersonales, y la recuperación de los efectos emocionales, sociales y económicos que les ha dejado el conflicto armado”.

Pastora quiere que algún día se hagan realidad el sueño de Jorge Aníbal, que en un 20 de julio siendo apenas un niño de cinco años dijo que quería hacer una torta grande, gigante, para que la guerrilla y el ejército no se mataran más. “El vino a compartir la existencia conmigo y dejarme una cantidad de lecciones. Yo  no puedo ser inferior a todos esos retos que me dejó”, agrega.